A la hora de valorar los aspectos estéticos de las mujeres buscando un referente de atractivo, cada cultura tiene sus resortes particulares. Hay culturas en las que los pies tienen una preeminencia especial, de modo que los hombres buscan esta parte del cuerpo femenino para estimular su capacidad de conquista o predilección. En otras es casi en exclusiva la nariz, como sucede en el cine. U otras partes del cuerpo en mayor o menor medida. En este campo no hay que soslayar la cara como compendio general de muchas expresiones fundamentales, y que es uno de los primeros caminos hacia el encuentro.
No obstante, yo me fijo mucho en las manos. Hubo casos de encontrarme con mujeres hermosas pero con manos decepcionantes, por lo menos para mí. Lo cual ha condicionado toda relación más allá de la pura amistad.
Es cierto que tengo manos modelo, aunque si tengo que definirlas, caigo en problemas variados porque no son modelos únicos sino que abarcan una cierta gama de perfiles. Desde hace unas semanas he encontrado, podría decir que gracias a la creación literaria, una solución a este problema definitorio. Para ello he tenido que recurrir a un párrafo de mi última novela, Todo fue en La Habana, donde hay una descripción de unas manos que responden, por lo menos en la ficción creativa, a lo que deberían de ser las manos de una mujer para mí.
“Se fijó, casi sin querer, en sus manos, temiendo mirarla con demasiada persistencia a la cara. Unas manos arquitectónicamente perfectas, con dedos largos y casi huesudos, que tecleaban en el aire cuando hablaba, como interpretando una melodía de complicidades, moldeando los sentimientos de los demás. Y tejía las palabras con el enjambre de sus dedos en movimiento, una veces al unísono, otras en una anarquía concebida para despistar. Nunca llevaba pulseras porque las propias manos distraían la observación de aquéllas y las convertían en inútiles. Ni anillos, porque la particular agitación de los dedos quedaban afeados por la bisutería, siempre menos atractiva. Algunas veces, cuando su economía se lo permitía, llevaba uñas postizas, pintadas con acrílicos de colores, con diminutas muestras de dibujos variados y policromos. Siempre sin llegar a caer en lo chabacano, ni que dieran la impresión de ser garras. Convirtiéndose las manos en una suerte de realidad y ficción, haciendo aleteos de arco iris, o de petirrojo, o de tocororo”.
Sobre gustos hay mucho escrito, y la variedad de los mismos enriquece la apreciación del entorno. De todos modos, aquellos que no han conocido a Daylín, como yo la he conocido en Todo fue en La Habana, nunca sabrán cómo son unas manos nacidas para el embeleso.