Ruilopez blanco y negro

Los últimos temporales marítimos que ha sufrido la costa del Cantábrico es una prueba más de lo indefensos que estamos ante la naturaleza. Una persona ante una marejada no es más que un barco de papel a la deriva. ¿Somos tal vez papel nada más?. Eso parece. Papel de plata, podríamos decir, pero papel a fin de cuentas. Por eso nos gusta tanto el papel. Porque lo somos. Amamos el papel. Lo tocamos, lo olisqueamos y lo observamos como si fuera una parte sustancial de nosotros mismos. Así somos de endebles y caducos, como una hoja de papel vapuleada por el viento, zarandeada por las olas.

Solo hay un forma para que ese papel tome conciencia de una realidad que está ahí mismo. Y es cubrirlo de negro. Un negro en forma de letras, letras que formen palabras, frases, luego oraciones, párrafos y acaben siendo historia, cuento, novela o carta de amor. Aunque no nos engañemos. El papel no es tan duradero como la piedra. La piedra nos supera, nos trasciende y va mucho más allá de nosotros mismos.

Pero la piedra no puede competir con el papel en próximo y cálido. El papel es suave como una piel adolescente. Es jugoso como una lengua ajena y deseada. Es sabio como la memoria de un anciano sentado al sol de la tarde. Es volátil como el recuerdo acosado por la enfermedad. Es claro como la verdad incuestionable. Es ligero como el equipaje poético de Machado. Es de colores como el arco iris. Es útil como el envoltorio de un aperitivo para el escolar. Es aclaratorio como la hoja de periódico sobre la mesa. Es tenaz cuando nos recuerda los acuerdos firmados entre ambos. Y es higiénico cuando nos damos cuenta de que estamos demasiado solos ante tanto universo, tanta ola y tanto viento.

Al final solo somos papel. Tal vez papel enamorado en forma de carta, que diría Neruda. Pero papel al fin. Frágiles, solitarios y voladores. Papel sin firma, ni rúbrica, ni remite.

Solo papel.

José María Ruilópez

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